Un lugar donde todo es posible y la ilusión es el combustible...

lunes, 4 de febrero de 2013

Alas

El cielo estaba rebosante de novatos (y de no tan novatos). Había llegado el día del examen anual para cubrir la única plaza que se ofertaba de AGIR (Ángel de la Guarda Interno Residente) y los nervios se les notaban a leguas. 

Ninguno de ellos tenía alas, ya que sólo te las dan una vez has conseguido tu plaza de Ángel de la Guarda. Pues bien, este año las plazas estaban más cotizadas que nunca: hacía varios años que no se sacaban ofertas de "alas" pero la culpa no era del Comité Celestial de Contrataciones, era de los humanos.
Los humanos se habían vendido tanto a su codicia y su egoísmo que los Demonios Corrosivos habían quitado todo el trabajo a los ángeles sin ningún esfuerzo. Ya quedaban pocos humanos que pudieran ser protegidos y que, además, lo merecieran.

Sonó la lira y los aspirantes entraron a hacer su examen. Este año era el más difícil de todos: no había hoja de examen, por lo tanto ningún tema que plasmar sobre el papel: ni valoración del bien y el mal, ni métodos de salvación anticipada a posibles víctimas.... nada. 
Viendo el fracaso de las anteriores promociones, el Comité Celestial de Contrataciones decidió que no ganaría las alas quien mejor supiese la teoría, sino quien mejor la aplicase en el campo de batalla. De tal modo que el examen sería únicamente práctico.

- "... así que este año el examen consistirá en proteger a un humano. Elegid uno y se os observará. Eso es todo, señores. Buena suerte y se os avisará cuando el tiempo haya acabado. Y el examen comienza..... ¡¡YA!!" - 

Todos corrieron a cazar el primer humano que se les cruzó.... menos uno. Este aspirante decidió esperar a encontrar un humano que mereciese y necesitase de verdad su protección. Tras observar varios días desde la ventana de un café llegó a la conclusión de quién sería su protegida: una jovenzuela cabizbaja, triste, torpe y que iba siempre corriendo a todas partes.
Al principio cumplió todas las normas del "libro-guía de los Ángeles Guardianes". La guiaba para que no se chocara con los viandantes, no se tropezara, no cruzase ninguna calle sin mirar... pero luego olvidó de todas las reglas y la salvaba de todo sin más. Era automático. La protegió de sí misma y de los demás y consiguió lo más difícil: le salvó la vida. A las tres semanas sonó la lira y el examen terminó.

Estaba claro que ese chico estaba hecho para ese trabajo, pero aún así no consiguió la plaza. El joven se resignó al resultado y volvió al mundo de los humanos (después de todo, el café con magdalenas le había parecido mucho más rico que el tocino de cielo). 
Al volver a la cafetería de costumbre pidió lo de siempre y a los pocos minutos apareció la chica cabizbaja, entre la lluvia y sin paraguas. Sabía que no tenía licencia para ello, pero le dio tanta pena que no se pudo resistir a ayudarla. Pasó varios meses rescatándola de sí misma hasta que un día el muchacho se despertó con unas gigantescas alas que nacían de su espalda. Junto a la cama había una nota: por haber salvado una vida sin tener la obligación de hacerlo.

Trabajó duro, muy duro, sin esperar nada a cambio, sólo por el placer de hacer lo que debía gustosamente y tardó mucho tiempo en conseguirlo, pero finalmente obtuvo su recompensa... 
¿Las alas? No, esa no era la recompensa, no era más que el pago merecido por un trabajo bien hecho. La recompensa... es un secreto que se guardó sólo para sí mismo.

lunes, 12 de noviembre de 2012

La opresión de las musas

Llevo unas dos horas frente a un lienzo en blanco. No sé por dónde empezar ni por qué sigo aquí si resulta que no sé ni qué pincel escoger... 
Mis musas han desaparecido, o quizás es que nunca hayan llegado a existir, porque, cuando parece que más necesito plasmar lo que sucede en lo más profundo de mi subconsciente, (al que mi parte consciente está empezando a acorralar en un hueco muy pequeño); ellas me abandonan.

Hago una mezcla de colores para intentar dar con el color que mejor pueda representar el sentimiento que me está oprimiendo el pecho y comienzo a agitar con violencia el pincel a un lado y al otro de la paleta hasta que lo destrozo por completo. Estampo la paleta contra la pared y al caer vuelca un bote de pintura roja  que se viene rodando hacia mí.




-"¡Eso es! ¡Rojo sangre!"- me digo a mí misma y sin dudarlo meto las manos en el tarro cogiendo dos puñados de pintura. La rabia comienza a alimentarse de mis ganas de saciarla y se apodera por completo de  mi voluntad. Es un círculo vicioso: imparable.
Comienzo a restregar primero mis manos y luego mis brazos llegan a arrastrarse de manera muy enérgica, dejándose llevar por la ira que mi subconsciente necesita para manifestar su angustia y su falta de oxígeno.

Después el negro... absorbiendo la poca luz que mis ojos pueden proyectar en el lienzo de un blanco cegador y creando capas y capas de textura impulsiva y descuidada.

Cuando tengo la sensación de estar hiperventilando me desmayo. Caigo al suelo redonda y después de no sé cuánto tiempo... me despierto llorando, completamente agotada y casi sin fuerzas. La poca energía que queda en mi cuerpo se va directa a mis párpados que se abren observando el fruto de mi ira.

Ahí están mirándome mis musas, sonrientes y complacidas. Sólo necesitaban ser liberadas.


jueves, 1 de noviembre de 2012

Nostalgia

Había una vez un cuento que se congeló, pero no porque hiciera frío, sino porque todo el mundo se olvidó de él. Fue un cuento que tuvo mucho éxito entre los compradores los primeros años, pero poco a poco fue cayendo en el olvido. Pasados treinta años, si quedaban ejemplares, estaban perdidos entre algún húmedo desván o en la trastienda de una librería cubiertos de polvo.

Un día, una niña llamada Lucía dio con el libro en un mercadillo de antigüedades y como como la letra era aún muy pequeñita para ella, decidió que lo compraría para leerlo cuando fuese mayor.
Durante un tiempo lo tuvo en un lugar muy visible de su cuarto, esperando que el tiempo pasase muy rápido para poder leerlo. Pero como el tiempo pasaba muy lento, sin darse cuenta, se fue olvidando de la ilusión que tenía por leerlo cuando lo compró y comenzó a poner otras cosas delante. 

Once años después, cuando ya era toda una mujer, hizo reformas en su habitación y al vaciar las estanterías lo encontró. Ahí estaba, esperándola. Había llegado el momento de leerlo.

El cuento narraba la historia de un elegante y honrado galán español que hacía siempre lo que su corazón le dictaba le costase lo que le costase. Era maestro de profesión y dedicaba sus ratos libres a aprender de otros maestros mejores y a ayudar a todos los que se lo pidiesen.
Los enemigos se le multiplicaban simplemente porque era muy bueno haciendo su trabajo y con las personas que de verdad tenía cerca (como ya habréis comprobado por vosotros mismos, no todos los seres humanos son capaces de digerir el éxito o la felicidad del que tienen al lado).

¿Podéis imaginar a un maestro impulsivo, a quien le apasionase su trabajo y que amase por encima de todo la vida? ¿Habéis conocido alguna vez a un maestro que pese a todo confiaba en que su mensaje de verdad podía cambiarle la vida a sus alumnos? ¡Pues este era de esos, de los buenos!

El último capítulo narraba con todo detalle la muerte del maestro y cómo todo el pueblo lloró su pérdida... Lucía lloró su muerte como si la de un ser querido se tratase y no entendiendo muy bien esa reacción que tuvo, pensando al respecto, se dio cuenta de que el maestro de verdad le había enseñado muchas cosas. En ese momento lloró la pérdida de una de las personas que más le había enseñado sin estar a su lado siquiera.

Pasado un tiempo, Lucía entendió que podía volver a revivir a su maestro para volver a aprender de él cuantas veces quisiera; ya que, aunque él estuviese muerto o no fuese real, las enseñanzas que le había transmitido siempre vivirían con ella.

domingo, 7 de octubre de 2012

Un canario amarillo


Había una vez un niño llamado Carlos que jugaba a ser mayor. No tenía ni trenecito, ni tiempo para soñar con hacerlo funcionar.

Era un niño diferente en muchas cosas a los demás, pero algo tenía que le hacía sentir especial: su mejor amigo. Carlos aún no lo sabía, pero su sola existencia se quedaría grabada para siempre en sus recuerdos de infancia. El nombre de su mejor amigo no lo diré, porque no es necesario; sólo diré que era un canario. Sí, el niño tenía por mejor amigo al canario amarillo que vivía en casa de su abuela. 

Cada vez que visitaba a su abuela le daba un beso y como buen pequeñín de la casa se ponía a parlotear cosas que la mayoría de las veces resultaban bastante ingeniosas para un niño de su edad y despertaban en la abuela sorpresa, elogios y mimos constantes que le hacían sentir importante: Carlos era el rey de la casa.

Dejaba de parlotear justo cuando daba con la jaula del canario. Allí se quedaba absorto mirándolo, e intentaba llamar su atención haciendo gestos y ruiditos para ver si así conseguía que el pajarillo le saludara. Cuando por fin conseguía que le piase se sentía importante y el niño sabía que le había reconocido. Entonces empezaba a imitarlo: Carlos intentaba piar para comunicarse con el canario y estaba convencido de que ambos tenían profundas conversaciones.

Justo después como "niño mayor" que era, tenía una responsabilidad asumida: ponerle pan duro en la jaula. -"Abuela, no llego. ¿Me ayudas?"- decía Carlos hasta que empezó a crecer...

Después de un tiempo no era él el que necesitaba la  ayuda, pero la ley de la vida no perdona, se cumple a rajatabla y un día, la abuela murió.
La rabia, la pena y la impotencia lo tiñó todo de color negro y durante un largo período de tiempo Carlos, ya bien crecidito, no podía ver que no lo había perdido todo.

Siempre sería la persona importante que cuidó del canario; siempre sería el rey de la casa que se llevó todos los mimos; y aunque nunca tuvo un trenecito puede decir que tuvo una infancia feliz.


lunes, 17 de septiembre de 2012

El don de la ceguera

Porque el perfecto refugio no necesita ser visto, 
solo sentido.

La tormenta de nieve dejó la casa sin luz. Mirando fijamente el fuego de la chimenea podías ver las chispas sueltas que se elevaban de manera independiente en su combustión. Fuera hacía frío, nevaba y el bosque de abetos que había al fondo parecía escuchar atentamente la música que sonaba en el salón de casa.
Apenas con algo de luz hacíamos sonar el piano que estaba en el lado opuesto a la chimenea.
Era una de esas estampas idílicas que sólo una época del año tan bella y nostálgica como el invierno te podía regalar.


Por suerte, las circunstancias estaban propiciando que una sencilla noche de invierno se convirtiese en un baile de sensaciones como si de un salón de la alta sociedad del siglo XIX se tratase. No había champagne ni vino... pero sí un delicioso chocolate caliente y los efectos entre amarillentos y anaranjados que creaba el fuego en todo lo que nos rodeaba. Un teatro de sombras en una noche que, pese a que otros puedan pensar lo contrario, tenía mucha clase.

La horrible manta de cuadros que me cubría la espalda no hacía más que caerse pero no importaba. Nada más había en esa habitación que lo que contenía y cierto es, que su contenido se multiplicaba poco a poco, mientras nos dejábamos envolver por las circunstancias.

La música surgía lentamente de entre nuestros torpes dedos, que gracias a la oscuridad sentían más que nunca la dureza, la suavidad y el relieve de unas teclas que a duras penas podíamos distinguir con nuestros ojos, pero que bajo nuestros dedos se dibujaban a la perfección.
En el ambiente había una mezcla de olores que te traían la imagen de un buen refugio de montaña. La leña quemándose y el chocolate caliente hacían la pareja perfecta en una noche que las delicias de los sentidos estaban siendo caprichosas como nunca antes. 
El chocolate era el más sabroso que jamás había probado. Todos sus matices (el dulce, el amargo..) parecían explotar en mi boca; pero el oído... sin duda fue el sentido que mejor parado salió: se podían oír hasta los pensamientos.

domingo, 1 de julio de 2012

El sueño de Akari


En una zona recóndita de Japón existe un cuento de los que pasan de padres a hijos y que, todavía hoy se le cuenta a los niños para que no tengan miedo a la oscuridad las noches sin luna...


Había una vez una joven muy muy pobre llamada Akari. No procedía de buena familia, tan solo era una chica huérfana de madre e hija de un comerciante de bambú, pero Akari brillaba con luz propia y de ella decían que desprendía un aura de un blanco cegador. Los que la conocían contaban que era una diosa encarnada; y que, bien pareciendo una joven más, su belleza crecía cuanto más la conocías llegando a ser comparada con el primer rayo de sol tras la noche. Grácil al caminar, parecía flotar entre la multitud...

Una noche, coincidiendo con su dieciocho cumpleaños Akari se postró frente a la tumba de su madre, Midori; encendió incienso y se puso a orar. Era muy pequeña cuando su madre murió y ya pocos recuerdos conservaba. Midori cuando vivía teñía seda para los kimonos y le prometió a Akari que, cuando se hiciera mayor conseguiría ahorrar para hacerle un kimono que ella misma teñiría y sería así la más bella mujer de todo el Imperio de Oriente. Akari lo recordaba con nostalgia. A penas tenía unos siete años cuando su madre le hizo esa promesa y poco después falleció.
Cuando terminó sus oraciones se erigió y se fue a casa. Al llegar dejó sus sandalias junto a la puerta y se fue a dormir.

Aquella noche tuvo un sueño: su madre corría la puerta de su habitación al entrar, dejándole un regalo en el suelo; hecho esto se acercó y le dio un beso en la frente. Fue ese instante en el que Akari despertó y vio la magia. Habían en ese momento en su habitación decenas de arañas de jade tejiendo seda en rojo y oro. El kimono de sus sueños estaba tomando forma y cuando estuvo terminado las arañas ayudaron a la joven a vestirse. En ese momento se deshicieron convirtiéndose en polvo y formando una alfombra bajo sus pies, marcándole el camino a recorrer.
Los pasos la fueron llevando como flotando, arrastrada por el viento que ondeaba su nuevo kimono y sus largos cabellos negros hasta el lago de los cerezos, donde se celebraba el Hanami.

Esa fue la última vez que se supo de Akari. La gente cuenta que las noches sin luna el lago se ilumina y algunos se atreven a decir que las arañas de jade siguen tejiendo seda para que su espíritu camine sobre las aguas de nuevo, flotando con gracilidad como una diosa caída del cielo.

lunes, 4 de junio de 2012

La oración

Corría la década de los años cuarenta y era una mañana de invierno. El frío era punzante, pero como cada mañana, antes de ir a hacer las tareas propias de una mujer como Dios manda (o como estaba bien visto por aquellos entonces) Lola se dirigió a la Capilla de Santa Rita.
Enlutada y con una mantilla negra cubriéndole la cabeza entró en la capilla, mojó su mano con el agua bendita para hacer la señal de la cruz y se dirigió al reclinatorio que había cerca del altar, en un lateral. Lola sacó su rosario de cuentas de azabache y se puso a rezar un día más pidiéndole a Dios que le diera fuerza para sacar de su mente los malos pensamientos que la asediaban. Su marido murió en la guerra y no tenía dónde ir a llorarle y su hijo se encontraba en la cárcel, al igual que le sucedía a miles y miles de mujeres en la España de esos tiempos.
Santa Rita tiene fama de ser la patrona de las cusas imposibles y Lola la veneraba desde niña. Rezaba y rezaba pidiendo que desaparecieran esos deseos horribles de venganza, lo que a ella le parecía imposible...
Día tras día acudía a la capilla, sola y sintiéndose sucia por desear el mal de otras personas, lo que no era propio de una buena cristiana. Cogía el rosario fuertemente entre sus manos y apretaba suplicando a Santa Rita que consiguiera lo imposible, que apartase todo ese odio que le estaba pudriendo el alma y que no le dejaba vivir con la conciencia tranquila: "Dame fuerza y valor para levantarme cada día sin perder la fe "-decía Lola,- "para que así, algún día, si mi hijo vuelve a mi lado pueda ir con la cabeza bien alta y sintiéndome dichosa por no guardar rencores ni sentir odio por aquellos pobres de espíritu que no conocen otra cosa más que el terror."
Ese día fue diferente... Con el frío que hacía Lola no debió ir a lavar a la fuente después de su oración matinal. Una pulmonía la acabó llevando a un hospital de monjas que tenían muy buen corazón pero muy pocos conocimientos de medicina. Al lado suyo había un joven con fiebre amarilla que no dudó en cogerla de la mano al ver que ya tan sólo podía delirar a causa de la fiebre y no le quedaba nada más que sus alucinaciones. Moriría en cuestión de horas. Lola no hacía más que llamar a su hijo Julián, pensando que era el joven que le sujetaba la mano. Pero no lo era. "Julián, Julián, no me sueltes la mano, por Dios. He tardado mucho en volver a estar contigo y si esta es mi muerte, será la más dulce teniéndote de nuevo a mi lado. Sé feliz, hijo. Búscate una buena chica y apóyate en ella para reconciliarte con el mundo." El muchacho pensó que, no le hacía ningún mal acompañar a esa pobre mujer de la mano a la otra vida. Creyó que, quizás lo único que necesitaba era no sentirse sola en ese momento.
... y su corazón dejó de latir.
Lola había muerto con la más dulce de sus sonrisas y en paz con el mundo.