Un lugar donde todo es posible y la ilusión es el combustible...

lunes, 17 de septiembre de 2012

El don de la ceguera

Porque el perfecto refugio no necesita ser visto, 
solo sentido.

La tormenta de nieve dejó la casa sin luz. Mirando fijamente el fuego de la chimenea podías ver las chispas sueltas que se elevaban de manera independiente en su combustión. Fuera hacía frío, nevaba y el bosque de abetos que había al fondo parecía escuchar atentamente la música que sonaba en el salón de casa.
Apenas con algo de luz hacíamos sonar el piano que estaba en el lado opuesto a la chimenea.
Era una de esas estampas idílicas que sólo una época del año tan bella y nostálgica como el invierno te podía regalar.


Por suerte, las circunstancias estaban propiciando que una sencilla noche de invierno se convirtiese en un baile de sensaciones como si de un salón de la alta sociedad del siglo XIX se tratase. No había champagne ni vino... pero sí un delicioso chocolate caliente y los efectos entre amarillentos y anaranjados que creaba el fuego en todo lo que nos rodeaba. Un teatro de sombras en una noche que, pese a que otros puedan pensar lo contrario, tenía mucha clase.

La horrible manta de cuadros que me cubría la espalda no hacía más que caerse pero no importaba. Nada más había en esa habitación que lo que contenía y cierto es, que su contenido se multiplicaba poco a poco, mientras nos dejábamos envolver por las circunstancias.

La música surgía lentamente de entre nuestros torpes dedos, que gracias a la oscuridad sentían más que nunca la dureza, la suavidad y el relieve de unas teclas que a duras penas podíamos distinguir con nuestros ojos, pero que bajo nuestros dedos se dibujaban a la perfección.
En el ambiente había una mezcla de olores que te traían la imagen de un buen refugio de montaña. La leña quemándose y el chocolate caliente hacían la pareja perfecta en una noche que las delicias de los sentidos estaban siendo caprichosas como nunca antes. 
El chocolate era el más sabroso que jamás había probado. Todos sus matices (el dulce, el amargo..) parecían explotar en mi boca; pero el oído... sin duda fue el sentido que mejor parado salió: se podían oír hasta los pensamientos.